sábado, 25 de febrero de 2012

El pasar de la mirada.

El mismo color de ojos. Las misma mezcla de verde y miel que ha retumbado a muchas personas hasta soltar un “qué bonitos ojos tienes”, mientras el mundo espera por devorarme. La composición de esos ojos sigue siendo la misma. Pero ante el efecto envejecedor y vividor del tiempo es imposible hacer una parada en nuestros días. La barba empieza a crecer, el cabello sigue cambiando con el clima y las circunstancias, la piel se empieza a arrugar.

Ante el cambio de una etapa a otra no podemos evitar explorar, aprender y conocer de las nuevas eventualidades que se empiezan a transformar en nuestra monotonía galopante. Las risas empiezan a configurarse acorde al ambiente y a la risa de las demás personas, mientras que la ceniza del cigarrillo deja de ser pareja y torna una forma cónica parecida a un lápiz, producto del movimiento giratorio constante del cigarrillo debido a la ansiedad del fumador.

La forma de vestir y los gustos musicales dejan de ser tan sectarios y se empiezan a combinar en la calle, donde la electrónica experimental y el indie enloquecen tanto como la música del pacífico colombiano, incluso la música de toda la Cordillera de los Andes, que se baña a diario con lucha, violencia, comida y carnaval. Las calles blancas se dejan pintar del color de la imaginación todos los días, conservando ese lienzo que sigue estando por pintarse de verdad.

Las historias de vida compartidas entre amigos, colegas, conocidos, drogados y emborrachados, son igual de valiosas a las que se comparten y se repiten en el café. Cada cuento, cada relato, importa tanto como un murmullo o una sonrisa en el atardecer, en el salón de clase de un claustro que antes era prisión, o la calle mojada que se caracteriza por los salpicones del transporte público payanés, el cual no respeta la vida de los peatones que hacemos nuestro rayón en las paredes blancas todos los días, aunque no muchos lo perciban.

Las experiencias tanto de exaltación, excitación, dedicación y descontrol siguen estando presentes, pero con su propia periodicidad. El concierto de una banda local, un bailesito en el bar de moda, unos porros en el pueblito, o una guitarra en la casa de los amigos, siguen siendo motivo de encuentro, recuerdo y persecución de los objetivos. Cada risa, cada plon, cada movimiento, continúa perpetuándose en el pasar del tiempo de nuestras ojeras que siguen leyendo, alucinando.

El tiempo ha cumplido su misión y ha pasado un año desde que observo una fotografía de mi mirada y me miro en el espejo. Me sorprendí al confirmar que de verdad he cambiado. La expresión de mi mirada ha cambiado considerablemente, produciéndome asombro de no haber sido consciente del proceso. Consciente era yo de que aprendía y conocía, no de que mi mirada estuviera llevando registro de mis experiencias.

Encontré una mirada herida, triste, cicatrizada por las vivencias y coloreada por las mismas. Los atardeceres no habían sido en vano pero ya han desaparecido. Los cafés se hacen firmes al esfuerzo físico y mental de todos los días. Las ojeras brillan por todas las desveladas estudiando, editando, bailando o fumando. La piel se nota roída por la adolescencia, la mugre, los baños, el sueño, los golpes y los besos en la mejilla. Mi expresión ha cambiado.

La mirada de la cual una vez alguien se enamoró, juró amor eterno e incumplió, ha desaparecido. La piel que una vez era de los ángeles, ahora es de madera húmeda. Las ondas cabelludas que antaño eran suaves, ahora están quemadas por la despreocupación ante el fuego de cientos de cigarrillos. El cuerpo ahora está tatuado y perforado, por capricho dinamita de un amanerado lector. Mi mirada ya cambió su discurso y su mensaje.

A pesar de todo, puedo decir que no he perdido la fuerza. Mi mirada sigue siendo igual de penetrante que antes, aunque no exprese lo mismo. He vivido parte de la decadencia y me he encontrado al borde de tocar fondo. He intentado tocar el cielo mientras él se mueve, llevando la fuerza de la tierra y de las conexiones energéticas de la naturaleza. He visto el sol y he sonreído con naturalidad, con pasión.

Mis decisiones me han traído a ver un poco del amor, dormir con él y verlo llorar. Las noches me han dejado ver la luna, las estrellas, a veces las nubes mientras yo sigo mi rumbo. Las miradas, la curiosidad y el destello me han permitido conocer nuevas culturas por vía oral. He ignorado diferentes personas en la calle, y he mirado con fuerza a muchas otras. No me he enamorado pero sigo siendo la misma persona apasionada y explosiva que retrocede a los demás.

El tiempo se ha encargado de moldearme acorde a mi personalidad y mis decisiones. El tiempo me da la impresión de haber corrido mientras yo caminaba a paso somnoliento y en una traba sin control. Las cicatrices me las sigo haciendo porque las uñas son mis pinceles. El olvido, el camino, la dejadez y el pensar me han invadido. La risa, los besos, el descontrol y la pasión me han acompañado. He querido dejar todo a forma de relámpago pero no lo he hecho. No me arrepiento de nada, porque los jarrones siempre terminarán por tener flores secas, podridas y marchitas, mientras seguimos fumándonos un cigarrillo con una sonrisa perdida y olvidada.

martes, 21 de febrero de 2012

Autobús perdido.

Las mañanas siguen imponiéndose despóticamente en el tiempo indicado para que muy pocos lo observen e impida que lo lleguen a querer como a los atardeceres. Las calles empiezan a llenarse aceleradamente debido a los motivos de cada quien. El ruido entra en escena y se alborota toda la jornada con traje brillante y buena orquesta automotor. Entre tanto espectáculo estoy metido yo. Por eso, un día cualquiera decidí seguir mi ruta de camino a la universidad, pero en esta ocasión, detenerme un momento en alguna parte por ningún motivo.

Al lado de la avenida, cosificado por los carros, se encontraba un poste que tenía de acompañante una piedra, un cojín de silla de escritorio de computador, y un hombre. Impaciente por agarrar un autobús, aunque desafortunadamente nunca llegaba su ruta, pude observar levemente al personaje. La mala suerte de aquel hombre se podría asemejar a muchos de mis amigos y conocidos que esperan un autobús, pero pasan todos menos el que necesitan, y  éste nunca llega.

Los días siguieron corriendo, mientras yo arrastraba mi rutina por las mismas calles blanco deprimido de todos los atardeceres nublados y coloridos. Esas calles que se mojan, se queman y se golpean pero que nadie se da cuenta, son el mar en el que nadan y se ahogan mis pasos. Son la cicatriz maquillada de una parte de muchas vidas que han conocido el amor a contrastes y lo han vivido al compás del clima; son la ceniza soplada de muchas risas, muchos excesos que la nieve, la historia y la memoria no están registrando.

Volví a detenerme, pero esta vez a mirar detalladamente al hombre impaciente que espera el autobús. Lo encontré con una tabla de dibujo esperando su ruta, mientras dibujaba algo en ella. Podría tener que ir a una clase muy importante para él, como puede que tenga ganas de orinar o siempre viva afanado. La presencia de esa tabla de dibujo podría implicar que el hombre dibujara muy bien, que apenas estuviera aprendiendo, o que fuera de su hijo, hermano o esposa. Dejé el asombro de ver al hombre esperando el autobús siempre, y que nunca agarrara uno.

No sé si es que la ruta no pasa en todo el día hasta las nueve de la noche, que es el momento en el que el hombre ya no está, pero este tipo ha llegado a acostumbrarse de tal forma que se dedica a dibujar mientras es la hora de que pase el autobús. No sé cuál es el afán del hombre, ni qué tan importante sea para él ahora, pero ya no le causa prisa.

Mis caminatas siguen siendo acompañadas de un hombre, que me ha quitado el coraje y la valentía como para mirar qué dibuja y qué espera. El hombre sigue dibujando mientras espera el bus. Nunca lo he visto coger la ruta, pero siempre lo veo esperándola. No conozco su historia, pero deduzco que dejó de afanarse, así deba hacerlo. Siempre lo he visto y soy consciente de que solo una vez el hombre me ha percibido, y yo iba afanado. Sentí su desprecio por estar así, y su alivio personal de ya no sentirse así.

Mi duda creció hasta pensar si era un hombre que se sentaba a dibujar ahí a diario, o si de verdad espera un autobús, o si es actuado. Después de que los días tomaran su ritmo, con la conciencia de la existencia del hombre, decidí detenerme. Decidí detenerme todo el tiempo a ver las cosas y a detallarlas todo el tiempo, para tener pensamientos diferentes y fluidos. Decidí detenerme a ver la ceniza de mis cigarrillos, a la luz del café, a mi propio café, a mis pasos mojados, a mis estornudos y mis sonrisas. Sigo el curso de las cosas pero más despacio, como si el tiempo fuera más largo. Aún así, no soy capaz de mirar si él por lo menos está dibujando realmente, o si también es una réplica de mi curiosidad.

Los días se archivan, las noches se descontrolan y las mañanas siguen teniendo el poder de no ser percibidas, ni de permitir percibir otras historias, otros recuerdos, otras voces. La conciencia del curso de las cosas sigue aturdiéndome incansablemente, llevándome a querer perderme en la risa, la nube y el fondo de madera podrida. Mis mañanas siguen sembrando duda y por eso he intentado alejarme del inicio de esas mañanas con descontrol, elevadas y con lujuria.

sábado, 11 de febrero de 2012

El de los cigarrillos.

Los cafés dejan de ser los mismos cuando él está. Las conversaciones mutan y se vuelven inconstantes cuando él se hace presente en la mesa. Todo es diferente, también cuando él no está.

El de los cigarrillos siempre tiene encendedor o fósforos para poder fumar cuando lo desee, y cuando sus amigos también así lo quieran. Nunca se niega a regalar un cigarrillo y prefiere encenderles el cigarrillo a sus amigos y evitarles la molestia. Es una persona que ha llegado al punto de pasar desapercibido y solo observar minuciosamente su entorno, para rasgar la madera del círculo social, beber el jugo y escupir las pepas en el cenicero.

Se ve pero no se siente, y ya casi ni se escucha. El de los cigarrillos está perdido. El de los cigarrillos quisiera volver al pasado, sentarse a leer, reír a carcajadas, aprender y volver a empezar el día. Tiene ansias de vivir los fines de semana a descontrol del bueno, del diverso, no del de uno solo que decide por los demás. Al de los cigarrillos lo molestan, lo miran, lo ignoran. Él ya no hace más que recibir, y seguir regalando fumando y regalando cigarrillos.

Hay que tener en cuenta que este vicio no calma el hambre ni quita el sueño, aunque relaje y dé calor, eso no implica que sea la cura a todas las necesidades de una jornada en la calle, y menos de una travesía nocturna que sigue de largo. Él ya es primordial, es decir, el cigarrillo.

El de los cigarrillos marcha con mirada curiosa hacia su casa, siempre de noche, ya que es tiempo de descansar y de estar solo. Su momento de tranquilidad se quiebra en polvo de lágrimas al recordar que puede recordar. No tiene nada qué pensar, excepto rebobinar su grabadora, escuchar esas viejas y remendadas canciones acostado en un colchón. Su habitación se encuentra libre de humo de cigarrillo, porque no le gusta fumar dentro.

Las noches se vuelven bailarinas con velos de niebla y lentejuelas esparcidas por todas partes, mientras las personas indiferentes se distraen creando cosas para disfrutar, sin reconocer lo demás. El de los cigarrillos también prueba sus porros y los disfruta sin importarle nada. Almacena en sus pulmones toda la energía que puede y esta es vociferada en humo de sentimientos, risas y pensamientos compartidos, que tienen un carácter de eternidad.

Hoy lo veo un poco acabado, un tanto herido, y con algunas cicatrices. Su expresión es me refleja tristeza en su espíritu, habiendo borrado del tablero de su rostro cual rayón de sonrisas, lo que me dice que algo ha pasado. Él no habla mucho de lo que le pasa, y casi nunca muestra qué le ocurre, pero ahora es diferente, porque la herida ha carcomido su interior, y ya lo está haciendo en su exterior. 

Ya no tiene miedo de probar muchas cosas, e incluso intenta sentir la decadencia en su sangre. Quiere tocar el fondo de su piso de madera putrefacta para tomar impulso y volver a salir. Yo espero que el de los cigarrillos vuelva de ese impulso, de esa puñalada, de ese naufragio.