Es cierto, nos volvemos a encontrar. Cuánto tiempo, ¿no? Parece que hubiesen pasado solo unos cuantos pasos mientras el grifo del baño goteaba incesante después de cepillarme los dientes. Cosas de la vida y del desarraigo; esa es casi la constante de mi biografía. Es así, aunque agregándole los detalles legendarios de los recuerdos empalagosos de fibras enredadas y envueltas en infinito. El karma, que llaman. Volvamos a empezar.
Un año aquí y el otro allá, regreso al mismo punto con más recorridos y una mirada cambiante. Es lo que siempre sucede cuando, al cumplir años, me tomo una foto, me reconozco y vuelvo a sentirme un extraño en esa mirada. El café y el cigarrillo siempre vuelven a mí. ¿O yo a ellos? En fin, de tanto ajetreo y tanta excitación por el día a día, es que me dan ganas de llegar cansado, sentarme y solo escuchar los carros, la bulla, ese pitido permanente que dice que hay vida.
Las mañanas se rozan diariamente con el trabajo, con la compasión hacia mi entorno y querer, e intentar, hacer lo que sé hacer para poder transformar el mundo. Es ahora que sé que ese es mi gran motor: transformarme siempre para transformarlo todo, sin detenerme. Parar es como perderle el ritmo al tiempo que se mide en suspiros y trasnochadas satisfactorias; es como salir de fiesta y levantarse sin guayabo y una sonrisa, sin una leve sensación de que seguimos muriéndonos y de que hay aprovechar el momento antes de que nos llegue la parada final.
Después del tiempo, sigue más tiempo. Amar a la euforia, al espíritu, al crecimiento, a cada cosa y cada sensación que nos pone a vibrar y a no dejarnos ganar por nadie, ni por el mal, que es finalmente esa apabullante sensación de que no hay rumbos posibles y de que nos perderemos, erróneamente, en la historia, la memoria, un olvido sin nombre. Dejemos que pase el tiempo, pero que pase y nos agarre la mano.