miércoles, 26 de junio de 2013

La sublimidad de la soledad

Estos últimos días he caminado mucho por la calle. He dado muchas vueltas, he fumado muchos cigarrillos, he visto a muchas personas y he hecho muchas cosas. Si pudiera establecer un porcentaje que representara el tiempo pasado con amigos o personas de afecto en los últimos cuatro días, diría francamente, que aproximadamente un diez por ciento. Es un porcentaje que no vale nada, un tiempo que me ha dejado de valer porque he aprendido mucho más estando solo.  He roído mi espacio con mucho humo, con música variada, con imágenes repetitivas, con un sinfín de palabras, es decir, conmigo. 

Me abraza, me da gusto, me pone a pensar, a ver como se me dé la gana y, mejor aún, cuando se me da la gana. Soy dueño y opresor del tiempo; lo estoy enamorando día a día y él me sigue los pasos; lo acaricio y él me da besitos como de amante delicioso; me hace querer conquistarlo definitivamente. Voy por pasos. ¡Agh! ¡Qué carajos! Me voy con toda por él. Lo quiero intensamente, lo amo con el saber del tacto y de la experiencia, lo siento en mí. Lo tengo en mis manos, lo acaricio, lo aprieto, lo enredo, lo abro, lo canto, lo pienso, lo hago mío. Tiempo me haces soledad, me desvaneces el hastío y me baño en ebriedad.

Disculparán quienes me frecuentan, disculparán quienes me quieren; disculparán aquellos para quienes puedo ser un hábito o no. Patrañas. Me haces tuyo soledad, me amarras al ensimismamiento, desdeñas la castidad, incrementas el sentimiento. El placer de estar solo es tanto que no lo podemos tocar, pero lo sentimos. La sublimidad de la soledad es mi delicioso purgante de estas personas que he podido querer, apreciar, pero que son iguales a los seres que usualmente miro indiferente. Coinciden todos en algo: no los conozco. No pretendo conocerlos, ni mucho menos que nos fusionemos ocasionalmente. 

Ya no importa. El efímero paso de los cuerpos celestes y opacos, carnosos y fibrosos, celestiales y demoníacos en este mundo, es un motivo para no aferrarme a ellos, para no tener la necesidad de estar a su lado siempre. Hay un sin sabor de un algo que ya no me da la gana ver. Hay un eco sordo que me apabulla y me abraza para estar pleno. Esa sublimidad que me enamora, que enamoro, que convierto en mía porque de mí proviene, es la vida del cuerpo que se hace a sí mismo.

domingo, 5 de mayo de 2013

El trago del hombre.


Apenas me vengo a dar cuenta de que ha pasado un mes. Hace un mes estaba completamente borracho proclamando irreverencias con mis amigos, me despertaba con resaca y seguía contento. Han sido treinta o treinta y un días que he hecho transcurrir a mi antojo para culminar con la revelación de que soy una constante, así como una variable. 

En todo este tiempo he tenido la claridad, el fin y el motivo de la acción. El maravilloso arte de la acción, ese virtuosismo que lo siente uno como cosquilleos en el pecho así como la cabeza dando vueltas, ya sea química, física o emocionalmente. Este mes me ha revelado la belleza de la acción, la belleza del dinamismo humano. ¡Qué maravilloso! Volver a exprimir las conversaciones para seguir aprendiendo y estrechando lazos, e incluso, para salir aprendiendo algo y reforzando cosas que ya se saben. Otra vez me quedo con la espinita de saber otras cosas. Ese hacer costumbrista del café y los cigarrillos que tiene su arte, tiene su práctica, tiene un suín.

Con muchos ritmos decidí acercarme a la proactividad, dar vueltas en todo sentido, hasta el punto de atreverme definitivamente a más exploración. La magia de la lectura y la escritura es como un éxtasis del que uno goza como un orgasmo. Esa mística forma de conectarse con otros a través de sus textos, de sus discursos, de esa sensualidad de la palabra que he aprendido a desvestir. No me he acostado con nadie, pero en estos treinta o treinta y un días, me ha bastado con el sabor de la voz, con la lectura y la escritura. 

En el agraciado y aventurero camino de la escritura encontré un nuevo texto, un nuevo cantar ligado a la fogosidad y devoción del amor. La dramática parábola de los sentimientos es un texto complicado de descifrar, por eso es que, precisamente, no hay que descifrarlo. No hay necesidad de comprender. A la tradición del licor he tenido que agregarle el matiz del amor que se siente y que no se desestructura. Ese discurso sin latitud ni longitud porque no es prescindible conocer dónde está tampoco. Voy es a que hay que sentir el discurso, hay que amar al mismo discurso, que es como un acompañante que se mantiene en vigilia y que es cada uno de nosotros.

La acción del amor repercute en la costumbre, en la tradición. Ese qué-hacer que es estupendo, que no respeta fechas ni lugares, que no le importa. Leyendo el texto de la música, tocando palabras, es que en estos treinta o treinta y un días he encontrado una vista tipo atardecer colorido del poder del beso, el excelso discurso del beso. Ese momento culminante y jamás efímero del discurso del beso, que trasciende en saliba, una sonrisa y una amalgama grosera del ser. 

En este mismo recorrer de lo que he expuesto, que a fin de cuentas es la vida misma, heme tropezado en la socialidad con un hombre o un motor. Los buenos modales no se me olvidan y finalizados estos treinta o treinta y un días denominados como Abril, doy una sonrisa llena al ser, a la música y al retomar de las bellas costumbres. La comprensión de la vida misma, del sentir del ser, no se puede completar sin la valoración de la tradición, mágica, muy dramatúrgica, caótica y finalmente plena, de la acción humana.